“Poner en palabras los dolores de algún modo ayuda a sanarlos”

Les comparto la entrevista que realizó la periodista Karina Micheletto a la escritora Alicia Barberis, sobre la novela Monte de Silencios, presentada recientemente en La Feria del Libro.
 
 

[Por Karina Micheletto - Publicado en Pagina12]

Monte de silencios es una novela que parte de una historia que, como tantas de despojo dentro de la gran Historia, ha permanecido invisibilizada, aun cuando sus consecuencias materiales se extienden hasta hoy. Es la historia de La Forestal, la compañía inglesa iniciada a partir de un préstamo ruinoso que la Argentina pidió en el siglo pasado, que destruyó un millón y medio de quebrachales en el Chaco Austral (norte de Santa Fe, sur del Chaco y noreste de Santiago del Estero), para extraer el tanino y la madera. Y que, como un Estado dentro del Estado, durante medio siglo hizo y deshizo sobre las vidas de sus obreros, pagándoles muchas veces con vales que canjeaba la misma compañía, reprimiéndolos y matando a más de seiscientos de ellos cuando en 1921 osaron organizarse para cambiar sus míseras condiciones de trabajo.

Alicia Barberis visitó esos pueblos (La Gallareta, Villa Guillermina, Villa Ana, o el “119”, que fue el último obraje de La Forestal, entre otros) que quedaron cuando la empresa ya no fue rentable y levantó todo de un día para el otro, dejándolos literalmente incomunicados (los silencios del monte a los que alude el título), con graves consecuencias sociales, económicas y ecológicas. Durante tres años la escritora investigó, entrevistó a los sobrevivientes y, sobre todo, escuchó. Aparecieron esas historias de dolor y desolación que siempre estuvieron ahí. Y, también, las que fueron cuidadosamente elaboradas e impuestas: esa idea de “patrón bueno” que también fue sembrada en esos años y que persiste. Lo interesante es que, desde una ficción bien trazada, entramada y puesta en ritmo, todas esas voces aparecen en su complejidad. Son ficcionales, aunque aparezcan también personajes reales, pero hablan desde un pasado y de un presente que ocurrió. Otra apuesta de esta novela es la de plantar voces de mujeres para ir guiando el relato: las mujeres del monte y de estos pueblos.

Barberis hizo también un blog en el que volcó la investigación, los testimonios que recogió, las fotos que sacó y las históricas, los libros, documentales y películas sobre el tema. Montedesilencios.blogspot.com es un complemento enriquecedor para la lectura del libro editado por Colihue, pero además cuenta más. “Lo que vi, lo que viví en ese recorrido era tanto que no podía entrar en la novela. Quise compartir todo lo que me había impactado, también como una manera de rendirles homenaje y agradecerles a quienes me aportaron tanto”, dice la escritora a PáginaI12. 
 
La autora santafecina cuenta que lo que la movilizó para meterse en el tema fue lo mismo que la llevó a escribir Cruzar la noche, una de sus más reconocidas novelas (destinada a un público juvenil), enfocada en las apropiaciones de niños durante la última dictadura cívico militar. “En 1977, embarazada de mi primer hijo, vivía en una especie de burbuja, sin comprender lo que pasaba en el país. Por entonces, leí la novela Holocausto, de Gerald Green, y recuerdo que me preguntaba cómo las personas que vivían en la Alemania nazi no se daban cuenta de que había campos de exterminio y cómo no hacían nada para ayudar a los judíos. A pocos kilómetros del pueblo donde vivía entonces había centros clandestinos de detención, torturas y desapariciones, y yo ni me enteraba. No podía o no quería ver. En todo esto pensé muchos años después. De alguna manera, me ocurrió lo mismo con Monte de silencios. Me mueve el deseo de que se sepa más sobre una historia tan cercana y al mismo tiempo desconocida. Intento que esa memoria silenciada pueda salir a la luz, no como un ensayo de investigación, sino a través de sus personajes, y que puedan llevar al lector a ponerse en la piel de las personas que lo vivieron”, define su trabajo.

–¿Qué fue lo que más la sorprendió en su investigación?

–Encontrarme con tantas lágrimas, lo que evidencia que las cicatrices no están cerradas. Una mujer de 93 años me contó cómo la Gendarmería Volante mató a uno de sus tíos en la represión a los obreros de Villa Ana, en 1921, y cómo su abuela escondió a su otro tío en el tronco de un ombú, hasta que pudo escapar al Chaco; y cómo, por estar en las listas negras, jamás pudo volver. Lo sorprendente es que ella aún no había nacido y, sin embargo, no podía parar de llorar cuando lo contaba. Pensé en la fuerza que habrá tenido la transmisión oral de ese relato a través de su abuela y de su madre, para que, tantísimos años después, esa mujer llorara de esa manera sin ni siquiera haberlos conocido.

–¿Encontró otros casos similares, de cicatrices a flor de piel?

–Muchos. Me impactó el de una mujer de más de 80 años, que me esperaba con el fragmento de la historia que quería compartir, escrito en la hoja de un cuaderno, con su letra grande y temblorosa, diciéndome que ella no podría contármelo por la emoción que le producía. Me pidió que lo leyera en voz alta porque quería escucharlo de mi boca. La historia hablaba de un episodio vivido en el monte, protagonizado por su padre, que era hachero. Le habían dado una feroz golpiza, cortándolo con machetes en todo el cuerpo, y estuvo a punto de morir. Mientras iba leyendo, la mujer no dejó de llorar desconsolada, como si estuviera viviéndolo otra vez. Me iba dando cuenta de que bastaba dar un espacio de intimidad y hacer determinadas preguntas para que las personas hablaran de los dolores, de las injusticias, de todo eso que poco se menciona “oficialmente”. Hace unos días me acercaron un texto de Michael Pollak en el que explica el concepto de memorias subterráneas: memorias que emergen como oposición a las colectivas y oficiales, y logran sobrevivir a la opresión y a la censura, sosteniéndose entre sombras durante años, gracias a la transmisión oral.

–Al igual que en su novela anterior, Pozo ciego, desde la ficción descorre un velo sobre cierto sentido común que queda como recuerdo (en este caso, que La Forestal era un “patrón bueno”, que trajo progreso, etc). ¿Se lo plantea como ejercicio, o surge de la escritura y la investigación?

–Creo que se conjugan ambas cosas. Hay una búsqueda explícita, pero se va reforzando, o mostrando otras aristas en el proceso de escritura e investigación. En varias novelas me pasó lo mismo: tengo claro desde dónde quiero contarla, cuál es mi mirada, mi análisis. Pero luego, cuando comienzo la etapa de investigación, trato de aquietar mi pensamiento para escuchar a los entrevistados sin prejuicios y sin emitir opinión. Escucho e intento descubrir otras miradas, comprender y hacer preguntas con la intención de que las personas rompan sus corazas para que pueda surgir una emoción que se perciba como genuina, y que no pertenezca a ese “sentido común”, que siempre viene de la mano de lo que se repite de boca en boca, de esa “memoria oficial” y manipulada, la mayoría de las veces por el poder o por los intereses económicos.

–Ahí aparece el tema de cómo se construye la memoria...

–Intuyo que, en parte, la gente recuerda lo que menos duele. Pero también entiendo que la memoria se ficcionaliza, se recorta. Hay una “memoria selectiva”, que mucho tiene que ver con la voz de quienes sustentaron el poder, con esa empresa paternalista que proveía el sustento, que daba cierto bienestar. Los recuerdos también se transmiten según lo que a cada quien le tocó vivir. Obviamente, no recordaban lo mismo las hijas de hacheros y obreros que quienes tuvieron un cargo jerárquico en las fábricas o en los obrajes. Además la mayoría de los diarios de la época, al igual que en nuestros días, se plegaban al poder y tergiversaban los hechos, y eso, obviamente, incidió en las miradas, opiniones y recuerdos de hoy. Nadie en la zona, o casi nadie, recuerda la matanza de más de 600 obreros en Villa Guillermina en 1921, en manos de la Gendarmería Volante, creada por el gobernador Enrique Mosca, y armada y pagada por la Compañía. Ni la represión feroz, que incluyó torturas, desapariciones, expulsiones y quema de ranchos, que se inició sólo porque los obreros, por primera vez organizados en un sindicato, reclamaban ocho horas de trabajo en lugar de dieciséis. Además de la Gendarmería (Los Cardenales, como los llamaban), intervino el ejército, la policía y los matones a sueldo que tenía la empresa. Sin embargo, eso no está en la memoria colectiva. De esto casi nadie recuerda nada y, “curiosamente”, en todos los libros que escribieron personas del lugar –no historiadores– no se menciona. Esos libros más bien recogen recuerdos nostálgicos y anecdóticos que fortalecen esa mirada benévola hacia estos empresarios ingleses, como el “patrón bueno”, que aún pervive. La memoria llena de tensiones, luchas y contradicciones. Encontré memorias idealizadas, recortadas, pero aun así las subterráneas que describe Pollak se manifestaron con fuerza y claridad en las entrevistas.

–Por lo que dice, ¿encontró también una necesidad de contar?

–Poner en palabras los dolores de alguna manera ayuda a sanarlos, o al menos produce un alivio. Porque después de contar episodios muy dolorosos, esas mujeres se secaban las lágrimas y se ponían a hablar de sucesos alegres, emotivos. Eso me ayudó a no olvidar que la vida tuvo en esos sitios, como siempre, luchas y dolores, pero también alegrías, historias de amor, belleza, poesía. Traté de reflejar eso. Al final de mi segundo viaje compartí dos momentos maravillosos. Uno fue una reunión de mujeres en el Club de los Obreros de Villa Ana, donde cantaron canciones, como “Ajha Potama”, que transmiten esa memoria silenciada en las esferas oficiales. El segundo fue con los más jóvenes, en el Forestal Rock Villa Ana, el rock de los montes, un festival que se promociona y se abre, no casualmente, con el tema de Los Redondos, “Nuestro amo juega al esclavo”. Lo pensaron como un espacio desde donde construir la memoria y dar visibilidad a los pueblos forestales, aunque también con el deseo de cambiar las energías del lugar y apostar al futuro.

–Recientemente fue a presentar el libro a estos pueblos, donde todo sucedió. ¿Cómo fue recibida?

–Desde el principio sentí esta novela como una construcción colectiva. Sin esas voces no hubiera podido escribirla. Tenía que volver, como una manera de devolverles los que me habían dado. La gira comenzó en La Gallareta, donde inicié mi primer viaje, que es donde comienza la novela. Una familia de ahí (Acosta–Brassart), a quienes no me canso de agradecer, me llevó de un lado a otro. La presentación fue muy emotiva, la sala de la biblioteca estaba llena. Después surgieron historias que brotaron de manera espontánea. La gente tenía necesidad de compartir sus relatos. Un hombre que trabajaba en los ferrocarriles contó lo ocurrido cuando se fue La Forestal, en el ‘63: a él le tocó desarmar las vías. Habló del último tren, del desguace final, de las personas aisladas. Hubo lágrimas en muchos ojos. Y en los míos, cuando hicieron sonar la sirena de la fábrica, como cierre, celebración y despedida. Gente de Fortín Olmos, un pueblo de hacheros, quería que hablase del padre Paoli, que pertenecía al movimiento de curas tercermundistas, al igual que Yacuzzi, a quien menciono en Monte de silencios, y me esperan en septiembre para contarme historias del lugar y participar en un encuentro literario. Un hombre dio datos sobre un lote que existe en la zona y tiene, según dicen, los últimos quebrachos milenarios. De cada lugar me fui pensando cómo la palabra compartida habilita, e impulsa para que sigan saliendo más y más recuerdos, para que emerjan esas verdades silenciadas.

–¿Y por qué eligió situar la trama en esas protagonistas mujeres?

–Siempre sentí, desde muy chica, que las mujeres estábamos silenciadas, postergadas, sin poder de decisión. A tal punto invisibilizadas, que en la historia de La Forestal, como en muchas otras, prácticamente no se las nombra. En las investigaciones inéditas de Alejandro Jasinski, sin embargo, encontré, al menos, el nombre de dos mujeres obreras que aparecían en las actas del sindicato: María Segovia, secretaria del Sindicato de Obreras de Tartagal creado en 1920, y Ramona Medina. En cada relato oral que fui recopilando, fue surgiendo la presencia y la fuerza de la mujer. La vida dura que llevaron, el sojuzgamiento, las injusticias, el manoseo de un mundo machista. También en el libro de Jasinski encontré datos de estos atropellos, como la muerte de Antonia Lugo, de 14 años, asesinada a tiros por la Gendarmería Volante cuando defendía a su madre que había sido violada. Al entrevistar a estas mujeres observé el enorme poder que tienen para transmitir emociones, la claridad para analizar lo ocurrido, el amor que dispensaban a sus hijos, padres, esposos, que se ponía de manifiesto en las comidas que preparaban, en los cuidados, en cada detalle de la vida. Pero también vislumbré el deseo de ser consideradas, de sentirse mujeres plenas, deseantes, apasionadas. Podría decir que sus historias se fueron tejiendo con las mías, con las de mi madre, mis abuelas y todas las mujeres que me precedieron.

–A partir de todo eso investigado, ¿cómo fue armando la trama ficcional?

–La primera mujer que entrevisté me dio la punta del hilo del relato. Era hija de un obrero de Villa Ana, cuando sus padres se separaron, su mamá se juntó con un hachero, y ella iba y venía de los dos mundos: el pueblo y el monte, en el tren económico de La Forestal. A través de sus ojos, fui conociendo personajes y lugares, me contó de las “mujeres de la vida”, como ella las llamaba, que llegaban al obraje los días de paga con sus vestidos brillantes. Sobre la mujer de un contratista, que una vez anduvo con un Winchester, encañonando a los hacheros para que fueran a votar. Sobre los almacenes por dentro, sobre una muñeca de celuloide que le regaló su papá y le mandó en el tren al monte, envuelta en una caja. Las historias que me contó la hija de un caudillo (Luis Bento), me hicieron ver el monte en una noche de luna, mientras a Lamazón y a su padre los perseguían los gendarmes para matarlos. Pero también me hablaron de la poesía: de los cajoncitos que hacían los hacheros con restos de maderas y luego colgaban en los árboles más altos para que los pájaros se llevasen las almas de los bebés que morían sin haber sido nombrados. Entre todas me mostraron un mundo que jamás habría podido imaginar sola, donde las canciones guaraníes se susurraban a los hijos para acallar los miedos, en un monte que iba siendo devastado. Me hablaron de las luchas, de obreros sindicalizados, de curas tercermundistas, del monte como refugio en los ‘70, de las cooperativas que surgieron, del regreso del exilio y el padre Yacuzzi...

–¿Qué le gustaría lograr con este libro y con el repaso de esta historia?

–Cuando termino un libro y se publica, siento que ya no es mío, que es de todas, de todos, y seguirá su camino pese a cualquier deseo que yo pueda tener. Por eso no lo cargo con expectativas. Sólo tal vez el deseo de echar un poco de luz sobre la historia, y de contribuir a la construcción de la memoria. Además de hacer esta novela desde las voces de mujeres, quise arrancar desde el presente, porque me interesaba que fuera leída por jóvenes, y pensé que de esta forma les resultaría más atractiva. En los años que llevo dando charlas con jóvenes lectores de mis novelas (Cruzar la noche, La casa M) pude comprobar el interés genuino que sienten por conocer los hechos inquietantes y silenciados de nuestra historia. En esas charlas siempre les digo algo que siento profundamente: he descubierto que ellos serán los custodios de nuestra memoria. 



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